El viejo se levantó de su jergón con cierta dificultad. Su espalda ya no estaba tan flexible como antaño. Puso la cafetera en el hornillo para recalentar el espeso líquido que llevaba varios días reciclando. Se miró en el trozo de espejo que tenía colgado de la pared, se pasó la mano por la cara y suspiró. Luego, se sirvió una taza de ese infecto café que lo mantenía con vida y salió de la habitación.

Recorrió varios pasillos polvorientos en los que la única señal de vida humana eran sus propias huellas de días anteriores. Llegó a la sala principal y se sentó en una de las butacas del patio ante el escenario. Dió un sorbo a su bebida, suspiró de nuevo, cerró los ojos y se echó hacia atrás.

En su mente, el teatro recuperó su esplendor pasado. Revivió el estreno de su propia obra, con el patio de butacas a rebosar de gente elegantemente vestida admirando el espectáculo que se presentaba en el escenario. Volvió a oir las risas colectivas, los aplausos, los comentarios elogiosos. Admiró los cortes y los colores de los trajes en la obra.

Recordó todo eso, pero no logró recordar ni tan siquiera el argumento de la obra. La había escrito él mismo, la había dirigido durante semanas de ensayos y meses de representaciones, pero nada de eso permanecía en su memoria. Sacudió la cabeza. Era curioso, pero ya se había acostumbrado. Su vida se iba deshaciendo, hebra tras hebra. Al final sólo quedaban los momentos que le hicieron sentir. Sonrió y se dejó llevar. La taza rodó por el suelo.

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