Lo despertó un ruido de maquinaria pesada. Se fue infiltrando en sus sueños de modo que, cuando se activó la conciencia, tardó un rato en procesarlo. En ese momento, abrió los ojos de golpe y se levantó del jergón, se puso las botas y salió al exterior de su cabaña. ¿Maquinaria pesada en su pantano? ¿Qué diablos estaba sucediendo?
Desde el porche de su choza sobre pilotes no se veía nada, pero se oía más fuerte el ruido. Se subió a su aerobote y arrancó. Se dijo que el ruido de la maquinaria escondería el de su propio motor, así que se dirigió hacía la fuente del escándalo. Cortó el motor cuando consideró que ya estaba lo bastante cerca, y fue frenando agarrándose a las ramas colgantes sobre el agua hasta que pudo ver el desastre. Varias excavadoras y bulldozers estaban arrasando uno de los extremos del pantano, rellenando con tierra las zonas húmedas y destruyendo la vegetación. Cerró los ojos y apretó los dientes. ¿Es que no podían respetar ni siquiera este pequeño resto de paraíso?
Se había mudado al pantano hacía unos treinta o cuarenta años, en un arranque de nihilismo y odio a su trabajo de entonces. Muchos han dicho siempre tener esos impulsos, pero pocos lo llevan a cabo. El lo dejó todo y se buscó algún sitio donde no hubiese nadie en varios kilómetros a la redonda. Resultó ser un pantano, un tipo de entorno del que no sabía nada de nada. Los primeros días malgastó sus ahorros en aprovisionarse y comprarse el aerobote, pero poco a poco fue aprendiendo qué plantas se podían comer y cuales no, cómo pescar y cazar, y hasta se construyó un hogar, modesto pero suficiente. Ocasionalmente iba a poner un puesto en el mercadillo del pueblo más cercano, donde vendía plantas varias, pescado fresco y hasta trocitos de madera que tallaba cuando se aburría. Se había hecho una vida sencilla pero feliz. Valían la pena los brotes ocasionales de malaria.
Y ahora venía la maldita civilización a intentar destruir aquel lugar. No podía consentirlo. Empezó a trazar un plan. Esa noche volvería y sabotearía las máquinas. Destruir siempre es más fácil que crear, no podía ser tan difícil. Cortaría algunos tubos con su cuchillo, rompería algunas piezas a martillazos, cositas sencillas. Pero claro, entonces los operarios sabrían que había un saboteador rondando. Tenía que disfrazar los daños, como si hubiesen sido producidos por animales. Nada de cortar: arrancar. Nada de martillazos, golpes... ¿con una piedra? Y las huellas... se podía hacer unas palas de madera con forma de pata de caimán y atárselas a las botas. Eso era.
Se pasó el resto del día refinando el plan y creando lo que iba a necesitar. Aquella noche se lo pasó en grande. Había algo catártico en la destrucción indiscriminada, y encima era por una buena causa. Después de unas horas, decidió que ya había hecho suficiente. Se marchó a dormir y se preparó para la segunda fase del plan.
Al día siguiente, sábado, había mercadillo en el pueblo. Montó allí su puesto, y expuso de forma preferente varias figuritas de madera en forma de criatura mitad caimán mitad humana. Dejó caer varias veces a lo largo de la mañana que había visto al Gran Caimán rondando por el pantano últimamente, que parecía inquieto. Se guardó mucho de mencionar las obras. Para cuando terminó la jornada, la historia del Gran Caimán se había extendido lo suficiente como para que hubiese gente que se la contara a él mismo, obviamente deformada y maravillosamente decorada. El plan estaba funcionando a la perfección.
Esa noche, se volvió a calzar sus patas de madera y fue al lugar de las obras. Observó con satisfacción que no habían avanzado nada desde la noche anterior, y aunque habían reparado algunas de las máquinas todavía había mucho destruido. Volvió a romper lo que habían arreglado, y además aprovechó para volcar los retretes químicos, abrir una nevera cerrada con candado que tenían y repartir por el suelo las latas y bocadillos que tenían dentro, písandolo todo aleatoriamente. De paso aprovechó para llevarse algunas cervezas y un par de emparedados con buena pinta, para variar su dieta un poco.
Este juego prosiguió durante varios días. Cada mañana, al iniciar la jornada, había unos pocos obreros menos. Los capataces gritaban y se desesperaban, y en cierto momento apareció el encargado, miró por todas partes, y se volvió a marchar.
Esa noche, cuando llegó al lugar de la obra para hacer su destrucción cotidiana, se dió cuenta de que no estaba solo. Habían puesto guardias armados. Apenas había empezado a romper cosas cuando oyó un alto, arriba esas zarpas. Echó a correr, pero se le enganchó la pata de madera en unas raíces y se cayó. Su única fortuna fue hacerlo en una zona con agua lo suficientemente profunda como para olcultarlo un rato, mientras el guardia pasaba a su lado y seguía corriendo. Al final llegó a su casa empapado, aterrado, pero vivo.
A la día siguiente habían vuelto la mayor parte de los obreros. Dos días después las máquinas estaban funcionando otra vez. Necesitaba un nuevo plan. Le costó varios días tener una idea que tuviese alguna posibilidad de funcionar. Primero se dedicó a localizar todos los avisperos que pudo, que fué metiendo en sacos bien cerrados. Cazó una rata de agua y la ató con un cordel largo tras su deslizador, y fue recorriendo todos los terrenos de caza de caimanes que conocía. Luego puso rumbo a la obra y,una vez estuvo lo suficientemente cerca, lanzó la carcasa de la rata hacia los obreros, seguida de los sacos con los avisperos, todos ellos a medio abrir. Luego salió pitando de allí.
Aquella noche durmió muy bien, hasta el momento en el que lo despertaron de una patada. Al abrir los ojos lo primero que vió fue la boca de un cañón de ametralladora. Lo llevaron atado, arrastras, hasta la obra, donde esperaba el encargado, junto a un par de tipos vestidos con traje. Uno de esos tipos hizo un gesto y los mercenarios empezaron a golpearlo. Patadas, golpes de culata, puñetazos. Él intentó escapar, pero no encontró lugar. Cuando estaba tan maltratado que no podía casi moverse, tirado en el suelo vió con los ojos hinchados como los tipos de traje se acercaban a él. Dijeron, — este es el destino de los que se oponen al progreso. — Uno de ellos sacó una pistola y le descerrajó un tiro.
Hoy en día, aquella zona otrora pantanosa es un centro comercial abandonado, ya que en el pueblo cercano tampoco vive nadie.