Aquella mañana, todo el pueblo hablaba de lo mismo: el misterioso castillo que había sobre la colina... y que el día anterior no estaba allí. Además, aunque era claramente un castillo, no era un castillo al uso. No tenía ningún ángulo recto, las almenas no tenían ninguna la misma altura, las ventanas parecían ojos y parecía hecho de papel.
Se decidió por comité enviar una delegación para explorar aquel extraño edificio. Al principio se pidieron voluntarios, pero sólo se presentaron Luisita, la bibliotecaria, y Dorotea, la maestra. Para completar el grupo añadiendo un poco de músculo, se pidió por tanto también a Eloisa, la cazadora, y Jacinta, la carnicera, que se apuntasen. Aceptaron a regañadientes, pues, afirmaban, tenían mucho trabajo pendiente.
El grupo inició camino a la hora del almuerzo, y llegaron al pie del castillo a mediodía. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que el castillo no tenía puerta. Luisita y Dorotea empezaron a discutir sobre si era mejor dar toda la vuelta al edificio o intentar escalar la fachada, cuando Jacinta, muy expeditiva, sacó el cuchillo de despiezar y cortó un trozo de muro. El castillo se tambaleó un poco, pero se mantuvo en pie, ahora con un boquete en el muro. La pared tenía un espesor muy pequeño para un castillo, no más de veinte centímetros, y del perímetro del agujero rezumaba un líquido negro y espeso.
Eloisa metió la cabeza por la entrada improvisada y rápidamente se coló dentro del edificio. No tardó en asomar de nuevo al exterior y pedirles a las demás que entraran, afirmando que no parecía haber peligro.
El interior del castillo era tan curioso como el exterior. La sala en la que se encontraban parecía ocupar toda la anchura de la fachada, toda la altura, y mucha profundidad. Las paredes tenían el mismo aspecto de papel que por fuera, aunque en este lado estaban cubiertas de texto escrito con tinta negra que Luisita empezó a leer inmediatamente. Por lo demás, la habitación parecía vacía, con la excepción de un cofre, también con aspecto de cartón, aunque pintado de rojo, en el centro. La luz entraba por esas curiosas ventanas que habían visto desde fuera.
Mientras Luisita llamaba a Dorotea para que se acercase, preguntándole si el texto de las paredes le resultaba familiar, Jacinta se acercó al cofre y lo abrió con la punta de su cuchillo. En ese momento sucedieron cuatro cosas.
Dorotea gritó que el texto parecía la disertación literaria que había dado como deberes a sus alumnos.
El cofre se desmoronó y en su centro quedó una canica de vidrio de enorme tamaño.
La sala se llenó de criaturas humanoides de piel verde, armadas con machetes oxidados y vestidas con taparrabos.
Una voz incorporea dijo a un volumen atronador: «tía, cada vez te curras menos la escenografía y los ganchos de las partidas.»
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