Apenas había cumplido los diecisiete años cuando me mudé a la ciudad. Venía de un pueblo de apenas cincuenta habitantes y nunca antes había visto tanta gente en un mismo lugar. Bueno, nunca antes había visto tanta gente punto. Debía de haber miles de personas conviviendo en aquel lugar apestoso y agobiante. Tras aproximadamente media hora intentando encontrar mi camino por aquellas calles abarrotadas, sufrí un ataque de pánico. Me apoyé en una pared mientras intentaba respirar, sudando, pensando que iba a morir en aquel horrible lugar.

Tras unos minutos, recuperé el control de mi cuerpo y miré a mi alrededor. Absolutamente nadie parecía haberse fijado en mí y en lo que me sucedía. Entonces supe que yo no era nadie allí, yo no importaba, y probablemente ninguno de los individuos que circulaban por aquellas calles tenían ninguna importancia para la ciudad. Ésta era una entidad inhumana, superior, que vivía de nosotros pero para la que no éramos más que hormigas. Sentí vértigo, una sensación de vacío en las tripas, y a punto estuve de sufrir otro ataque de pánico.

Recuperé las pocas fuerzas que pude encontrar y continué mi camino. Mi madre me había dado una dirección y una carta, diciéndome que allí vivían unos primos lejanos suyos que quizá podrían ayudarme o incluso darme trabajo. Creo que debí estar buscando la dirección durante horas, no atreviéndome a preguntar mi camino a nadie de quien me cruzaba. Finalmente, en una placita, reuní el valor necesario para acercarme a una vendedora de flores que me pudo indicar cómo llegar a la casa que, tras tanto deambular, resultó estar allí al lado.

Tras tantos ajetreos no sé ya si tenía más miedo o cansancio cuando llamé a aquella puerta. No tenía ni idea de lo que podía esperar; no conocía de nada a aquellas personas. Mi madre me había dicho que se carteaba con su primo – en realidad, el hijo de una antigua vecina del pueblo que tras enviudar se casó con un tipo de la ciudad – desde hacía años, que era muy simpático y que se dedicaba al comercio de lana. Cuando se abrió la puerta y un tipo escuálido, pálido y medio calvo me preguntó en tono apagado quién era y qué buscaba, me quedé sin palabras durante lo que me pareció una hora. Al final balbucée un saludo, mi nombre, y tendí con una mano temblorosa la carta de presentación de mi madre. La leyó sin una palabra, durante largo rato, luego me miró de abajo a arriba, me sonrió ampliamente, me dijo con un tono notablemente más alegre que antes que mi madre era como una hermana para él, aunque no la hubiese visto en treinta años, y me hizo pasar a su casa. Algo se rompió dentro de mi y empecé a llorar mientras le daba las gracias.

La casa era bastante modesta, comparada con las del pueblo. Tres habitaciones, una de las cuales era la cocina y comedor, otra el dormitorio de mi recién hallado primo, y la otra, aquella por la que se entraba en la casa antes de acceder a las otras dos, que servía de cuarto de estar y mi nuevo dormitorio. Me hizo dejar mis magras pertenencias allí, me preparó una infusión, y empezó a hacerme preguntas. Le fui respondiendo mientras pude pero en cierto punto que no recuerdo, el cansancio y el sueño me vencieron.

Al día siguiente me explicó que si me parecía bien, podía ayudarle con su negocio. Importaba lana de pueblos de alrededor, la preparaba, la teñía y la vendía a telares de la ciudad. Acepté con alegría y pronto aprendí todo lo que podía enseñarme mi primo del negocio. Al cabo de pocos meses, ya me sentía en casa en la ciudad. Me había acostumbrado a los olores y a las muchedumbres, y el tener trabajo me daba confianza en mis caminatas por aquellas calles.

Fue durante unos deambulares cuando vi algo que no debía. Supe inmediatamente que contarlo a quien fuese no sólo me pondría en peligro a mi, sino también a quien lo oyese. El mero hecho de haberlo visto ya era un grave riesgo. Lamentablemente, me oyeron. Huí como una comadreja de allí y aunque me persiguieron, creo que nadie logró verme.

Hace ya un mes de esto y me estaba empezando a sentir de nuevo en seguridad, pero ayer al volver a casa mi primo no estaba. Aún no ha vuelto. Nunca había sucedido antes. Acabo de oir ruidos en la cocina. Tengo miedo.

Imagen por Gerd Altmann de Pixabay