Allí estaba, mirando aquella casa que un día habité, sumido en mis recuerdos. Eran tiempos ya lejanos, aquellos en los que fui feliz. No me había ido bien desde entonces. No me había ido bien siendo adulto.
La casa ya no estaba como mi infancia.
La pared de piedra era igual, pero el tejado había sido renovado. Ahora probablemente ya no tendrían que arreglarlo después de cada tormenta, no tendrían que moverse allá arriba, despacio para no caerse y sobre todo para no romper más tejas mientras la amá desde abajo gritaba que tuviesen cuidado.
La huerta ahora parecía un parque infantil. Donde antes había hileras de pimientos y vainas, ahora había un tobogán de plástico colorido, un columpio comprado y un montón de trastos por el cesped que había reemplazado los surcos de tierra.
El todoterreno plateado ante la puerta brillaba demasiado. Estaría mejor siendo un R5 rojo con manchas de óxido y barro. Nadie debería tener un coche tan enorme como aquel. Probablemente no pudiese ni girar en la mitad de las calles del pueblo. Y tan limpio poco subía al monte.
El corral ya no estaba. No sólo no había gallinas atacando al suelo; ni siquiera estaba la estructura. Era como si nunca hubiese existido. Tan sólo un escuálido árbol que quizá un día sería frutal y una extensión de hierba.
Me giré, me senté en la parada del autobus y esperé el que me llevaría de vuelta a la ciudad. Miré con asco al cielo, ni siquiera tenía la decencia de llover. «Adiós, recuerdos, os dejo marchar. Estaré mejor sin recordar la felicidad.»