Es curioso cómo nuestra percepción de la luz depende a veces más de cómo nos encontramos que de cuánta luz haya. Un día gris puede ser increíblemente claro, con colores saturados y nítidos por todas partes. Incluso una noche lluviosa puede estar llena de luces de colores.
A mi, hoy, me pasa al revés. Hace sol y el mundo debería estar lleno de color, pero yo no lo veo. Un filtro beige colorea todos mis sentidos. Ocasionalmente, un rayo de sol o un ruido más fuerte atraviesa mi niebla, pero sólo logra herirme, no alegrarme. Hay días en los que simplemente te despiertas mal. O semanas. O años.
Hay quien dice que esto es normal. Hay quien dice que no lo es. La gente que sabe dice que es por tal razón, o por cual. Prueban cosas, pero en el fondo no parecen saber. Quizá algo funciona, quizá hoy hay más luz que ayer. Es difícil saberlo, evaluar diferencias de matiz a lo largo del tiempo. Y la vida se sigue tejiendo en tonos de gris.
Pero creo que esto no tiene por qué seguir así. En el fondo del pozo de negrura que reemplaza mi alma, habita un goblin de colores que ansía salir. Grita, salta, empuja, y a veces asoma la cabeza. Sólo necesito echarle una cuerda y encender los focos. Quizá hoy sea el día. O quizá tampoco.
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