Nunca he tenido claro por qué tanta gente tiene miedo a la oscuridad. Bueno, sí, supongo que es un atavismo. Si estás en la selva de Bengala y no ves ni papa, pero el tigre de la zona sí que te ve, es un problema para tí, lógicamente. Pero la mayoría de nosotros ya no vivimos en la selva de Bengala ni en ningún sitio que se le parezca. La mayor parte de la humanidad vive en ciudades o al menos en lugares sin grandes depredadores nocturnos.

En donde vivimos la mayoría de nosotros, el mayor monstruo es el ser humano. Y eso quiere decir que ese peligro que acecha en la oscuridad no acecha mucho, porque tampoco ve nada. Ahí, la oscuridad es tu aliada. Es un manto que te protege y te esconde. Una vez que superas el agobio inicial de que nuestro sentido principal, la vista, ya no funcione bien, respiras profundamente y expandes el resto de tus sentidos.

En realidad, somos animales crepusculares. Nos desagradan las luces intensas, el sol abrasador, la exposición a las miradas. Preferimos las luces bajas, las cuevas, escondernos. Estamos más cerca de las ratas que de los elefantes.

Y sin embargo, hemos teñido todo nuestro lenguaje con una preferencia por la luz. Lo luminoso, lo lleno de color, lo iluminado, lo claro, esas son las cosas buenas. Lo oscuro, lo negro, lo apagado, lo falto de luces, todo eso es siempre malo. Quizá no nos guste estar expuestos, pero nos gusta que los demás lo estén, porque somos unos hipócritas y lo que realmente queremos es controlar nuestro entorno. Lo que tememos no es la oscuridad: es la falta de control.

Todas estas tonterías eran las que pasaban por mi cabeza cuando, amparado por mi amada oscuridad, me colaba a robar en aquellos almacenes. Y no pude evitar volver a pensarlo cuando llegó la policía, encendió las luces y los focos y me instó a rendirme.

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