Abrió la ventana del despacho. No iba a refrescar el aire, pero al menos así creaba un poco de corriente. Trabajar en verano era agotador. Volvió a concentrarse en los informes que tenía delante.
No llevaba más de diez minutos cuando empezaron los gritos. Sólo entendía palabras sueltas, pero el volumen era considerable. Parecían venir de las oficinas del otro lado del patio, una empresa de contabilidad, según creía. Se oían al menos tres voces, una grave y dos más agudas. Parecía una discusión sobre algún tema laboral, pero completamente fuera de tono. Suspiró y cerró la ventana. Aún se oían los gritos, pero al menos ya no eran tan molestos.
Mientras bajaba al metro después del trabajo, pasó cerca de un parque donde había una pelea a gritos. Algo sobre un sinvergüenza que hacía lo que le daba la gana y que ya estaban hartos y tal. Sacudió la cabeza. No entendía qué podía sacar a nadie tanto de sus casillas como para andar gritando en público así.
En el metro le tocó en un vagón con el típico imbécil que habla por el móvil como si tuviese que oírle su interlocutor sin el teléfono. Encima, el tema estaba calentándose, empezó a gritar que no le interrumpiese, que le escuchase, que a ver, que así no, y cosas similares. Siempre hay alguien incívico, pensó.
Mientras subía las escaleras hasta su piso, oyó discutir a los vecinos del cuarto. Ya estaban gritándose otra vez. Siempre pensaba que se iban a divorciar pero no, ahí seguían. Hay gente que parece que le guste andar con broncas.
Cuando llegó a casa, se preparó una infusión y, para relajarse, se puso la televisión. Estaban dando el Sálvame. Cómo le gustaba ese programa.
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