Me llaman Tahúr. Supongo que es burla, bien sabido es que juego de naipes en el que me meto, juego en el que termino esquilmado. Claro que también podría ser porque me dedico al negocio de las cartas, de mover el correo por el archipiélago. Podría ser también porque guardo celosamente mis cartas, las de navegación. Podría ser, pero no les atribuyo tanto ingenio. De todos modos, es irrelevante. Me llaman Tahúr y así es como me presento.

Os vengo a contar algo que no he contado nunca antes, la historia de cómo obtuve las cartas de navegación que me llevaron a convertirme en el mensajero de este archipiélago, el guardián de todas sus comunicaciones. No me preguntéis el porqué, es algo que me apetece contar hoy, y por tanto es lo que voy a hacer. Los tiempos en los que sólo hacía lo que otros decidían hace mucho que quedaron atrás.

Yo antes era otro peón en una gran empresa de una gran ciudad. Un tipo gris como tantos otros, nada que me distinguiese. Obviamente llevaba otro nombre entonces. Otra vida, otro nombre, otra personalidad... Era yo, puesto que lo recuerdo, pero al mismo tiempo no era yo. El barco de Teseo, ¿no? Perdón, ya me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que mi vida era bastante aburrida: dormir, trabajo, televisión, y vuelta a empezar. Los fines de semana, perdidos en gimnasios y en bares. Otra vida irrelevante para el mundo y para mi mismo.

Todo cambió el día que lo vi a él. ¿Que a quién? Sinceramente, no lo sé. Caminaba por la misma calle que yo un día que volvía de tomarme unas cervezas. Algo en su silueta o su forma de andar atrajo mi atención. La cuestión es que en cierto momento entró por una puerta, y cuando llegué a su altura vi que era una galería de arte, y que estaban de festejo, inauguración o algo similar. Entré, envalentonado por el alcohol, pensando que igual podría verlo y hablar con él. Aviso desde ya, eso no ocurrió.

Cruzar aquella puerta fue como viajar a otro país. Todo me resultaba extraño, distinto. La gente no tenía nada que ver con lo que estaba acostumbrado, vestían ropas coloridas y atrevidas, hablaban de cosas que no entendía. Hasta sus caras parecían foráneas, de algún modo que no alcanzo a explicar. Tan fuera de lugar me sentía que tardé un tiempo en darme cuenta de que era una exposición de cuadros. El arte moderno nunca me había llamado antes, pero una de las pinturas me agarró por la mirada hasta el punto de que el mundo a mi alrededor se desvaneció.

Era un cuadro en un estilo tosco, casi infantil, con colores muy básicos, sin degradados, y las perspectivas rotas. Mostraba una barca sobre un mar azul, rodeada de islas verdes. Nada particular, en realidad, pero de algún modo representaba algo que buscaba y no tenía en mi vida. Libertad, color, naturaleza. Acabé comprando el cuadro. Me costó menos de lo que imaginaba que cuestan estas cosas.

Lo colgué en mi pared y, todos los días, después del trabajo, en vez de encender la televisión, lo miraba, me relajaba y me inspiraba. Poco a poco, sin saber muy bien cómo ni por qué, empecé a leer. Al principio, sobre islas y mar, luego barcos, luego cualquier cosa que hablase de otras formas de vivir. Dejé de ir de bares; de pronto perdieron todo el interés para mi.

Unos meses después, andando por una calle que había recorrido mil veces, pasé por delante de una librería náutica que no había visto nunca. Impulsado por mis nuevos intereses, entré a cotillear. Aquel día no compré nada, pero trabé conversación con la dueña de la tienda. Me volví asiduo, todas las semanas pasaba por allí, charlabamos un rato, y a veces compraba algún libro. Esto duró un año, más o menos, hasta que un día, al entrar en la tienda, aquella mujer — es absurdo, no logro recordar su nombre, ni tan siquiera si alguna vez lo supe — me hizo pasar a su trastienda, me hizo sentarme en una silla en el exiguo espacio que quedaba entre montañas de libros y bártulos, me sirvió un café y me dijo que tenía algo que contarme.

Pero se está haciendo tarde y veo que estáis empezando a cansaros. Mejor lo dejamos aquí y os cuento el resto otro día, ¿de acuerdo?