Nota: esta es la segunda parte de una historia que podéis leer aquí: Escritober: cartas

¡Buenas tardes! Veo que tenéis ganas de escuchar el final de mi historia.

¿Dónde lo habíamos dejado? Ah sí, en la abarrotada trastienda de mi librería favorita, sentados en unos taburetes con un café infecto entre las manos. Mi amiga iba a empezar a contar lo que me quisiese decir, ¿verdad? Pues vamos allá.

— Nací en una isla menor del Archipiélago — empezó —. Era casi el estereotipo de lugar idílico. Comida en abundancia, agua, vegetación, sin depredadores, buen tiempo, pocos habitantes para no agobiar, pero suficientes para que siempre alguien pudiese echar una mano. Un paraíso para cualquiera, salvo para una quinceañera aburrida que quería vivir aventuras. » Como tantos adolescentes, un día, después de una discusión familiar, me fugué de casa. Como vivía en una isla, necesitaba un barco, así que robé el bote de pesca de una tipa que me caía bastante mal, y me eché a navegar. Aunque no era una experta, no era mi primera vez sobre las aguas, y pronto dominé la pequeña vela cangreja y el timón de aquella barca. » Fueron unos meses muy duros, y a menudo pensé en volver, pero mi orgullo me lo impedía. Viví casi como una pirata, rapiñando comida donde podía, durmiendo en calas ocultas bajo las estrellas y navegando de isla en isla. Una vez, mientras me acurrucaba al fondo del bote intentando dormir, oí voces cercanas. Se trataba de unos contrabandistas que habían elegido el mismo sitio que yo para tocar tierra. Creo que contuve la respiración durante varios minutos deseando que no me encontraran. No lo hicieron, pero aquel susto fue un detonante para mí: tenía que cambiar de vida. » Al día siguiente, puse rumbo a la capital del Archipiélago decidida a buscar un trabajo honrado. Sin embargo, el destino tenía otros planes. Por el camino, me crucé con el barco de los contrabandistas del día anterior. Había embarrancado en un banco de arena que yo conocía bien, después de haber pasado por allí varias veces ya. Los dos tripulantes estaban discutiendo a gritos entre ellos, echándose la culpa mutuamente. Eso me dio una idea, y en un arranque de valor, les lancé de barco a barco una propuesta: una buena piloto a cambio de un tercio de las ganancias. Negociaron un poco, pero al final quedamos en un diez por ciento durante 3 meses y luego veríamos. » Ese fue el inicio de mi carrera. Mientras pilotaba, empecé a plasmar sobre el papel todos los detalles de aquellas aguas, creándome mis propias cartas de navegación. Además, pronto descubrí que era más lista que los dos contrabandistas, así que poco a poco fui tomando seguridad y sugiriendo ideas. Al cabo de un año, ya era la capitana del barco. Con veinte años, comandaba una pequeña flota de cuatro barcos. En todo ese tiempo, nunca dejé de hacer mis cartas. Nunca dejé a ninguno de mis pilotos verlo todo; les daba únicamente aquello que necesitasen en cada momento. Así los mantenía dependientes. » Por supuesto, no todo fue bien. Tuve que aprender a usar la fuerza para defender lo que había ganado. Maté gente. Ordené castigos a latigazos. Al principio me costó, pero luego me acostumbré a la violencia. Era, simplemente, una herramienta de trabajo. » Por esos tiempos, la gente de las islas puso precio a mi cabeza. Empezaron las represalias. Cuando cumplí los veintidós, había perdido mi imperio de bolsillo. Todos mis barcos contrabandistas habían sido capturados o hundidos. Mi gente me abandonó. Mi cara era conocida en todas las casas. No me quedaba escapatoria si seguía allí, así que decidí largarme una vez más. Aún me quedaba el bote de pesca original, que había escondido todos estos años. Además, había reunido un buen botín, no una gran fortuna pero sí lo suficiente para volver a empezar en otro lugar. » Abreviaré para aligerar. Tras meses de viajes, llegué a esta tierra. Lo único que conocía era el mar, pero nadie me iba a contratar como capitana, y a estas alturas de la vida no tenía ningunas ganas de volver a ponerme a las órdenes de nadie. Decidí cambiar de rumbo y montar esta librería, donde podía exhibir buena parte de mis tesoros como si fuesen parte del decorado, y donde mantendría un contacto con el mundo náutico, aunque fuese de lejos.

Se levantó, cogió un portarrollos de la estantería tras de sí, y lo puso sobre la mesa.

— Tengo setenta años. Mi vida está aquí. Sé que nunca volveré a necesitar estas cartas de navegación. Sin embargo, te he oído hablar ya no sé ni cuantas veces sobre cómo te gustaría cambiar de vida, de mundo, de todo, e irte a vivir a una isla. Te estoy dando la oportunidad de hacerlo. Toma estas cartas, ve al Archipiélago. y vive ese sueño mientras puedes. Ahora el viaje sólo lleva una semana, ya no es como antes.

El café estaba ya frío. No sabía qué decir. Ella me miró fijamente durante unos segundos, dijo que me lo pensase un rato, y salió a la tienda. Abrí el portarrollos y miré dentro. Había varias hojas de gran tamaño enrolladas en el interior. Estaban algo amarillentas y parecían bastante gastadas. Las acaricié sin sacarlas.

Como ya podéis imaginar, acabé aceptando su regalo y viniendo aquí, pero eso es ya otra historia y no me apetece contarla hoy.

Foto por Joe de Pixabay