Era de noche y estaba corriendo. No estaba huyendo de nada ni intentaba llegar antes a ninguna parte. Simplemente corría. Le gustaba correr, hacía que su sangre fluyese más rápido y se sintiese mejor.

Quizá no había sido buena idea correr de noche, sin embargo. Había tenido un día duro que se había alargado más de lo que le gustaría, así que al final había empezado a correr muy tarde y se le había hecho de noche. Eso no quita que hubiese sido mala idea. Si no fuese de noche, habría visto la raíz o lo que fuese que había ahí y no se habría esmorrado al tropezar. Estaba bien, sólo unos arañazos que le dejarían de escocer en seguida y un buen golpe en la rodilla. Volvió a casa, se limpió rápidamente en el barreño de agua helada de la entrada, y entró a meterse bajo las mantas.

Al día siguiente, ni se acordaba del tropezón. Salió a dar de comer a las gallinas, cuidar el huerto, y luego desayunó y fue a cortar leña. Al empezar a sudar, notó cierto escozor en el brazo y al rascarse vió los arañazos de la caída de la noche anterior. Estaban negros, como si la tierra del camino se le hubiese quedado dentro de las heridas. Se arrancó las costras violentamente y se volvió a lavar con agua helada.

Al despertar al día siguiente, lo primero que hizo fue mirarse los arañazos del brazo. Volvían a estar negros. Le dolía toda la zona al tocarse, y parecía estar hinchándose. Se volvió a lavar el brazo, se puso una cataplasma de alioli, y se dijo que a la tarde bajaría al pueblo y hablaría con la vieja Celestina, la curandera local.

A mediodía, se preparó una sopita de cebolla, se sentó en la mesa, y de repente era de noche. Tenía la cabeza apoyada en el cuenco de sopa fría, le dolía todo el cuerpo y sentía muchísimo calor. Se arrastró hasta la cama.

Su cuerpo fue encontrado una semana después cuando sus amistades se preguntaron dónde estaría.

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