Siempre tuvo ese impulso que hace mirar, buscar más allá, detrás del telón, al otro lado del horizonte. Ese ansia exploradora, mal reprimida desde pequeña — porque toda represión es mala, incluso si se hace con la intención de proteger del peligro — es lo que la llevó al otro lado del mundo. Hay gente que piensa que el otro lado del mundo es Australia o Nueva Zelanda o por ahí. Eso no tiene sentido. Si el mundo es aproximadamente esférico, entonces toda la cara exterior es el mismo lado. Oceanía está en el mismo lado que Eurasia. El otro lado, obviamente, es el lado interior.

Mucha gente cree que nuestro mundo es una bola sólida. Si tienen razón, y, simplificando un poco, la tienen, entonces no debería haber un lado interior. Y sin embargo, allí estaba ella. Aquello debía ser el otro lado del mundo, puesto que se curvaba hacia arriba allá donde alcanzaba la vista. No había horizonte ni cielo. Si no veía más mundo sobre su cabeza era porque la luz visible no llegaba tan lejos. Sintió vértigo al pensar que estaba allí colgada, que al otro lado de una capa de tierra otra gente caminaba del revés. O del derecho, si ella era la que estaba al revés.

Intentó recordar cómo llegó hasta allí. Estaba liderando una expedición amazónica en busca de una mina ilegal de oro. No era exáctamente una exploración de lo desconocido, pero se parecía bastante y además le pagaba el gobierno peruano. El caso es que estaba en una zona prácticamente virgen cuando halló una escultura de un estilo que no supo identificar. La estatua representaba un esqueleto humano con plumas y parecía guardar una hoquedad entre piedras al borde de una loma, no más de una colina, en mitad de la selva. Obviamente, tuvo que entrar en la cueva, tras pedir al resto de la expedición que montasen allí el campamento y la esperasen un rato.

Tras unos metros, perdió pié y cayó rodando por unas escaleras. En algún momento de aquella caída, perdió el conocimiento. Y ahora estaba ahí, más allá del mundo conocido o incluso hipotetizado por la ciencia. En un lugar imposible. Y le dolía la cabeza. Miro a su alrededor y vió que aquel lugar era una explanada de roca, con algunas vegetaciones de color azulado creciendo aquí y allá. Un movimiento llamó su atención; una figura humanoide se acercaba a ella.

No podía creerlo. Se trataba de un anciano tan flaco que parecía un esqueleto, vestido con un manto de plumas. Era, esencialmente, una versión viviente de la estatua que había visto guardando la entrada de la cueva. El anciano abrió la boca y le preguntó algo en un idioma que no había oído nunca. Hizo un gesto de incomprensión. El hombre puso mueca de desagrado e indicó que la siguiese mientras se giraba para marcharse.

La llevó hasta una choza de rocas y la invitó a sentarse. Le ofreció un cuenco con agua y un trozo de una especie de pan verdoso e hizo gestos de comer. Ella sonrió agradecida, pero cuando iba a dar un trago se oyó un ruido estruendoso. Volviendo a dejar el cuenco, miró al anciano, que se había levantado y estaba cogiendo un mazo de detrás de su asiento.

Venía hacía la choza una muchedumbre de gente con un aspecto igual de flaco que el anciano, de piel y ropa grisácea. Se detuvieron a unos metros y a gritos imprecaron al anciano mientras la señalaban insistentemente. Ella se encontraba hasta entonces en un estado de ánimo a medio camino entre el estupor y la curosidad, pero ahora empezó a asustarse de verdad. Intentó retroceder para huir de allí, pero la mano del anciano agarró su muñeca con una fuerza sorprendente. La masa de gente gritó aún más fuerte sus exigencias mientras el anciano les respondía cada vez más furibundo. Ella trató de zafarse. El anciano se giró y en un gesto sin esfuerzo le sacudió en la cabeza con su mazo.

Despertó en su campamento en la selva. El grupo se había preocupado cuando no volvió tras unas horas, así que entraron a buscarla en la cueva. La encontraron al pie de una especie de escalera natural de roca, sin conocimiento. En el intervalo, uno de los antropólogos del grupo había estudiado la estatua y había determinado que era de una cultura amazónica ya desaparecida, y representaba un guardián del inframundo, un ser que protege y pastorea, de algún modo, las almas de los muertos.

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