Debo decir que tengo una pésima memoria. Esto no es del todo cierto; en realidad tengo una excelente memoria pero muy borrosa, no almacena datos sino ideas y abstracciones. Pero no voy a entrar en una disertación sobre tipos de memoria y cosas así, eso es irrelevante ahora. Lo que importa es que a menudo olvido cosas sorprendentemente recientes, de hace pocos meses.
También leo mucho. No eso que crees que significa mucho, no. Mucho. Leer siempre ha sido mi droga, mi evasión. Desde que aprendí a leer de pequeño, no he parado nunca. A mi madre le daba la tabarra con cuatro años leyendo todas las letras que había por las calles; en mi adolescencia me leí varias veces toda la biblioteca — extensa — de casa de mis padres. Leer me permite acceder facilmente a la zona, el flujo, la hiperconcentración o como sea que lo llamen en tu barrio. Leo todos los días, al menos una hora, a veces mucho más. Novelas, ensayos, artículos, lo que sea, en cualquiera de mis tres idiomas principales.
Con semejante consumo de palabras y una memoria como la mía, puedes imaginar que olvido la mayor parte de lo que ingiero. Todo deja poso, pero a menudo es leve.
En octubre pasado, hice algo que no había hecho nunca: seguí el Escritober, una especie de desafío personal en el que, con una palabra o frase diarias, escribía un relato. Los publiqué todos en este mismo blog, por si queréis haceros sufrir un rato. Debo decir que lo disfruté un montón. Empezaba con la idea que me transmitía la palabra del día, pero rara vez sabía a donde iba a llegar, me dejaba arrastrar por la conciencia. Era muy divertido. Sin embargo, por como llevé el proceso, tampoco me dejaron las historias un gran poso en la memoria.
Hace relativamente poco, alguien que va leyendo mis relatos lentamente, en vez de todos seguidos como haría yo, me hizo algunos comentarios sobre uno de ellos. Yo, que domino el arte de sorprenderme por lo evidente, descubrí al releerme una prosa que me gustaba y unos giros argumentales atractivos.
He dejado pasar unas semanas para que decante un poco la idea antes de escribir este vómito palabril. He releído varios más de mis relatos. Me he dado cuenta de que, en casi todos ellos, me encanta el principio; pero no en todos me gusta el final, que me parece a menudo algo apresurado. En su mayoría, me gusta como escribo; el flujo y el ritmo de mis palabras me resulta muy agradable. Noto que hay párrafos que, aunque funcionan, podrían estar algo mejor; pero lo atribuyo al hecho de que los relatos aquellos son borradores, realmente: escritos del tirón, sin correciones, publicados y olvidados de la misma.
Sin embargo, dejando de lado los pequeños fallos, he disfrutado de la relectura. Me parece que esto no es porque sean buenos relatos. Es porque son míos. Tiene todo el sentido del mundo que mi forma de hablar, o escribir en este caso, me resulte familiar y fluya en sincronía con mi mente. Entiendo mis propias referencias, porque son las mías; mis juegos con el lenguaje encajan con mi forma de ser. A veces me sorprendo por un giro, pero sólo superficialmente: es el giro que yo habría escrito ahí.
Como he dicho antes, domino el arte de sorprenderme por lo evidente. Sí, tras reflexión, me parece evidente que disfrute leyendo mis propios relatos. Eso no quita que me haya sorprendido, porque nunca se me había ocurrido. Es un placer onanista, una forma de masaje de relajación intelectual — iba a poner masturbación intelectual, pero creo que no es la imagen correcta, porque no hay clímax ni lucha consigo mismo, sino más bien un relajamiento, una caricia suave. No lleva a nada, no me fuerza a pensar, no me aporta ideas nuevas, no me hace soñar. Es, simplemente, placer. Y a veces el placer por el mero placer es algo que se agradece mucho.